10 septiembre 2009

Cuenta atrás (Un cuento de Teresa Muñoz)

Había contado más de mil veces las cenefas, combinadas en marrón y beige del papel que forraba la pared y que tiempo atrás había escogido ella misma; veinticuatro y media. Las patitas de la butaca donde José dejaba su ropa; tres. Los agarradores de los cajones de la cómoda; dos por tres, seis. Los libros del estante; cuatro de lomo parecido. Los dedos de las manos de la virgen de yeso del tocador; sólo tenía nueve. Las cuerdas de tender la ropa que veía a través de la ventana; cinco, verde clorofila. Lo que nunca había acabado de contar eran las flores tejidas de la vánova de ganchillo que cubría su cama; siempre se empezaba a ahogar a medio contar. Asma crónica.

La acompañaba todo el día aquel murmullo, como de agua al hervir, procedente de la bombona de oxígeno que necesitaba para respirar. Al principio, ese rumor se le metía en la cabeza y le había llegado a parecer insoportable, más todavía cuando supo que tendría que oírlo por siempre más. «¿Siempre, doctor?», había preguntado con miedo de recibir una respuesta que presumía afirmativa. «Desgraciadamente sí». Esas palabras quedaron cosidas en su cerebro. Pero con el tiempo se acabó acostumbrando hasta el punto que el hervor se había convertido en la melodía que la acompañaba mientras contaba cosas y revivía sus recuerdos. Todo lo contaba, todo lo que la vista le ofrecía entre las cuatro paredes en que estaba condenada a permanecer, a pesar de su juventud. Para siempre. Observar y recordar eran de las pocas cosas que podía hacer cuando no se ahogaba. De vez en cuando miraba de reojo el libro que tenía en la mesilla de noche; el punto de libro estaba más o menos por la mitad. Sabía que no lo acabaría de leer nunca y en cierta manera prefería que así fuera porque le daba miedo que las cosas se acabaran.

Los recuerdos no le dolían, a pesar de todo. Recordar era la única manera que tenía de vivir, la única manera de sentir emociones que sabía que nunca más volvería a sentir. Cerraba los ojos y vivía en aquella oscuridad deseando que cuando llegara el momento de morir fuera en uno de ésos en que sentía que vivía intensamente. Su vida había sido bien corta, pensaba. Podía contar, también, con los dedos de las manos las cosas más importantes que confeccionaban su historia.

Se habían casado a toda prisa y de escondidas, antes de que se le empezara a notar la barriga, un lunes a las ocho de la mañana en la iglesia más recóndita del barrio, sin vestido de novia. Tampoco hubo celebración, pero ni siquiera la austeridad del día pudo reprimir la felicidad que sentía, y su sonrisa quedó perpetua en una fotografía que en ese momento estaba al lado de los cuatro libros de lomo parecido, y que a menudo contemplaba mientras respiraba con la ayuda de la bombona. No podía evitarlo; aunque se estuviera ahogando, cada vez que la miraba, recordaba feliz ese día. José era el chico más guapo del barrio, estaba enamorada y pronto tendría a su hijo. Pero no hubo llanto después que el médico dijera que el niño ya estaba fuera, y José entró y salió de la habitación, esa misma habitación de la butaca de cuatro patas y la virgen de nueve dedos, sin abrir la boca, mientras a ella le resbalaban las lágrimas por el rostro y tendía los brazos pidiendo que le dejaran abrazar a su hijo.

Le había preguntado mil veces si ya no la quería porque no había sabido traer a su hijo al mundo, o si porque nunca más podrían ser padres; le había preguntado, ya había perdido la cuenta de cuántas veces, el porque de su silencio. Pero la última respuesta que recibió fue un golpe desesperado con el puño sobre el tocador que hizo caer la virgen de yeso al suelo. Se le rompió un dedo y nunca nadie se lo volvió a poner. Desde ese momento el silencio fue total.

Sonreía cuando recordaba cómo había llegado a la ciudad, de la mano de su padre y con unas trenzas que le llegaban a la cintura. Su padre era un hombre distinto a la mayoría. Siempre bromeaba y a pesar de haber perdido a su mujer y haberse hecho cargo de su pequeña hija solo, siempre lo veía todo con optimismo. Y ella, por consecuencia, era una niña alegre, sonriente, con ganas de vivir. Pronto se entusiasmó con el dibujo y la costura, aprendió a coser y a cortar patrones y ya de jovencita, se empezó a ganar la vida con ello. Casi no había espacio en ella para la desdicha o la infelicidad. Pero también recordaba, desdibujándose su sonrisa, el momento en que creyó haber perdido su inocencia cuando un día, poco después de haberse casado, oyó un gemido, doloroso y femenino, y un posterior llanto provenientes de la habitación de los suegros, con quien convivían. Poco después había visto, desde la cocina, donde preparaba la cena, al suegro salir de la habitación abrochándose el cinturón. Cuando quiso preguntar, José la hizo callar y le preguntó, ante su expresión atónita, si la cena ya estaba lista, porque estaba hambriento después de una dura jornada de trabajo. La suegra no cenó. Aquella noche descubrió que había cosas de las que no se hablaba en esa casa y punto.

José dejó de ser, en algún momento, el de antes; siempre se quejaba del trabajo, de lo duro que era sacar a flote el negocio familiar, del que se había hecho cargo sin ni si quiera plantearse si era lo que quería. Al final del día llegaba a casa sudado, con la mirada amargada y triste, y muy pronto dejó de darle aquel beso de bienvenida. Se había olvidado de ella, había dejado de quererla sin que ella supiera el porque. A alguien le oyó una vez hablar de aquella chica a quien no dejaron que se casara con él, que des de entonces a él ya todo le daba igual. Pero ella no quiso creer nunca que José amara a otra mujer, y cuando le venían a la cabeza esos recuerdos, punzantes y venenosos, los rehuía. Había cosas en las que no debía de pensar y punto. Pero no podía evitar sentir una especie de angustia y entonces, inconscientemente, reseguía con los dedos las flores incontables de ganchillo de la vánova. Todo había ido tan deprisa… Y no sabía qué había hecho mal, ni por qué ni si quiera había podido llegar a ver la cara de su hijo…

Un día, mientras contaba los pétalos de unas margaritas que alguna visita le había llevado, se retiró el respirador que se sujetaba con una gomita alrededor de la cabeza, como las máscaras de carnaval. Con algo más de esfuerzo alargó su brazo hasta la válvula que regulaba la salida de oxígeno de la bombona y la giró poco a poco hasta que dejó de oírse el murmullo. Se hizo un silencio absoluto. Qué descanso. Miró el libro de la mesilla de noche, pasó su débil y temblorosa mano por encima de la cubierta y comprobó que el punto de lectura estaba más o menos por la mitad, como siempre. Se vio en aquella sonrisa de años atrás, y continuó resiguiendo con la mirada las cosas que la rodeaban, una tras la otra. Se detuvo en las rayas de la cortina pero eran infinitas y mientras en vano intentaba contarlas se le cerraron los ojos. Y, ya en la oscuridad, recordó con una sonrisa que mientras envolvían a su hijo en una sábana blanca le había podido ver un pie, un piececito morado y largo, y que se había fijado en sus dedos y los había contado: tenía cinco.

1 comentario:

Ubaldo R. Olivero dijo...

Eso, que se puede bien bien hablar de la desesperanza y de la muerte sin que el patetismo desespere al lector, sin que echemos en falta la diosa vitalidad, porque a pesar de todo y más allá de nuestros sueños o ensueños, el mundo continúa y nosostros en el. Buen ritmo, buen pulso, lleva y deshoja bien de respiración en respiración. Felicito a la madre de ese feliz parto. U. R. Olivero.