24 febrero 2009

Siu Kam Wen y El tramo final (testimonio del autor)

La segunda mitad de los años setenta fue la peor etapa de mi vida, y también la mejor.
Yo estudiaba entonces Contabilidad en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y, muy desdichado con mi elección de carrera, faltaba a la mitad de mis clases. Me pasaba el tiempo merodeando por el Pabellón de Letras y hacía vida de bohemio los fines de semana. Al mismo tiempo, hice varios buenos amigos entre los estudiantes de Letras, entre ellos Cronwell Jara, quien me introdujo al mundo de los escritores y a la creación literaria. Una noche que cruzaba el Pabellón de Letras en busca de estos amigos vi un afiche convocando a participar en un concurso de cuento. Creo que lo organizaba la Asociación Nisei del Perú. Volví a casa e inmediatamente escribí un cuento de quince páginas. Ese cuento fue “El tramo final”. Lo escribí bajo las condiciones más adversas, entre las nueve y las once de la noche. Como mi dormitorio estaba próximo a la sala, tuve que taparme los oídos con algodón o, a falta de éste, con papel higiénico, para no distraerme con el sonido del televisor. Después de las diez, mi joven hermano, que compartía conmigo la habitación, debía dormir, y yo tenía que poner la máquina de escribir sobre el colchón de mi cama y seguir escribiendo en cuclillas.
El siguiente cuento, “El deterioro”, fue el más autobiográfico de la colección. Al principio no supe cómo abordar el tema, que era muy doloroso para mí, hasta que se me ocurrió hacerlo desde el punto de vista, no del hijo adolescente, que era mi alter ego, sino del padre. Aun así, sentí como si estuviera abriendo mi corazón mientras escribía ese cuento, y sólo muy renuentemente lo incluí después en la colección.
El tercer cuento fue “La vigilia”, y a éste ya lo escribí sentado, en tres noches y con una facilidad que no se ha repetido nunca más. El primer borrador fue prácticamente el último. Y mientras escribía este relato de diez páginas, me di cuenta de lo melódico y cadencioso que es el lenguaje español.
En el curso de los siguientes nueve o diez meses, escribí una decena o docena más de relatos. Apenas terminaba uno, ya estaba planeando el próximo, y lo hacía a toda hora del día: en la tienda de mi padre, en la universidad, mientras viajaba en ómnibus. Empecé a concebir esos relatos en términos de un abanico chino. Cada cuento debía de comunicar un mensaje particular, pero leídos como conjunto, debían de proporcionar al lector un panorama completo de la vida en el microcosmos de los chinos en el Perú. Insistí en incluir en los cuentos personajes de todas las variedades (niños, jóvenes, adultos, y viejos; Kueis, chinos “netos”, chinos adoptivos como Uei-Koung, tusanes de padres chinos, tusanes de padre chino y madre peruana como Rosa, etc.), y tratar de abarcar en la mayoría de los temas, el espectro humano que a veces es muy peculiar en la colonia china en el Perú, a veces universales (vejez, brecha generacional, amor o desamor, soledad, matrimonio, identidad racial, muerte, polarización política, etc.).
Descarté cuatro o cinco de los cuentos, quedándome con sólo nueve. A la colección le di el título de mi primer cuento: El tramo final, porque cuando es traducido al chino, resulta ser un título muy poético. Es también muy apropiado, porque en esos años, que eran la segunda fase del velasquismo, todo el mundo estaba haciendo lo que las ratas en un barco que se hunde: salir nadando a toda costa. La colonia china había perdido tantos de sus miembros que parecía estar realmente en su tramo final.
Cuando me senté a escribir el primer cuento de El tramo final, yo tenía 29 años. Pero eso no quiere decir que mi vocación fuera tardía. Por el contrario, cuando tenía sólo diez años de edad, ya llenaba mi bloc escolar con cuentos y hasta novelas cortas. Escribía entonces en chino, que era el lenguaje que conocía mejor. Pero un día tuve una epifanía, y decidí abandonar el chino y usar el castellano a partir de ese momento. Me puse a traducir poemas y los clásicos chinos al español, tratando de aprender el idioma de este país. Cuando entré a la nocturna del colegio Ricardo Bentín, en el distrito del Rímac, ya escribía muy bien, aunque no hubo modo de quitarme el acento, que probablemente me acompañará cuando me presente ante San Pedro y termine llamándole San Pedo.
¿Por qué, entonces, no comencé antes mi carrera literaria? Parecerá mentira a quienes piensen que tenía un mundo narrativo, prácticamente exclusivo entonces, esperándome. A world waiting there for me to grab. La verdad fue muy diferente. Yo no sentía entonces que el mundo de los chinos en el Perú fuera de interés para nadie. Sufría también de una preocupación excesiva por el estilo que me hacía releer el mismo párrafo diez veces antes de avanzar hacia otro. Después de un par de intentos, tiré la toalla y me puse a escribir una tesis sobre lingüística y estética que, treinta años más tarde, reescribiría en inglés y publicaría como Deconstructing art.
Probablemente yo seguiría merodeando por los corredores de San Marcos como un alma en pena si en 1978, no se me ocurriera leer simultáneamente La vida a plazos de Don Jacobo Lerner, de Isaac Goldemberg, y The magic barrel, de Bernard Malamud. La novela de Isaac fue un texto precursor, el machete que abrió el camino que otros como yo seguiríamos más tarde: ahora hasta los miraflorinos escriben acerca de ser miraflorinos. El magnífico cuento de Malamud, por otro lado, me convenció de que el contenido seguía siendo el elemento más importante de cualquier historia, y no las pirotecnias estilísticas.
Les di a leer mis cuentos a tres amigos míos. Dos de ellos los recibieron con entusiasmo, pero el tercero, un poeta, me sugirió que abortara inmediatamente el feto de mi nueva vocación. Me dijo que mis cuentos no tenían trama, clímax o final sorpresa: ése no es el modo de escribir cuentos, me dijo. Volví a mi casa cabizbajo, jurándome que lo próximo que escribiría lo mostraría primero a mis enemigos.
Y solo por darle la contra a mi amigo poeta, escribí los cuentos que compondrían mi segunda colección: La primera espada del imperio. Éstos eran cuentos truculentos, llenos de sorpresas, tan diferentes de los cuentos de El tramo final, que si éstos fueron escritos por el Dr. Jekyll, entonces los primeros debieron haber salido de la pluma de Mr. Hyde. Pero prefiero explicar el maniqueísmo de estos dos libros de cuentos diciendo que La primera espada del imperio lo escribí con mi cabeza, mientras que El tramo final lo escribí con mi corazón.
Siu Kam Wen
Ewa Beach, enero del 2009

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