31 mayo 2011

Los diarios de Susant Sontag

Susan Sontag

Romper los moldes, por Verónica Abdala

La canción más famosa e influyente de la década del 60 afirmaba que las respuestas a las preguntas que millones de jóvenes le hacían al mundo estaban flotando en el viento. Era una forma de decirlo, puesto que el autor era un poeta llamado Bob Dylan y no un matemático. Pero la Historia le dio la razón: desde que escribió y empezó a cantar en público Blowin’in the wind, en 1962, hasta que en 1969 el hombre llegó a la luna, muchas de aquellas preguntas empezaron a encontrar respuesta. Porque allí, allá y en todas partes una nueva generación empezaba a pisar firme en la historia, dispuesta a cambiar un mundo enfermo. La ensayista y escritora Susan Sontag fue, como Dylan a la música popular, la figura que marcó un antes y un después en el campo de la crítica cultural. Su obra no se entiende fuera del contexto de los años sesenta, porque fue resultado y síntoma de los aires de rebelión que definieron aquella década.
La obra que forjó durante las posteriores cuatro décadas fue un fenomenal esfuerzo por otorgar status y contexto a las nuevas tendencias en el mundo del arte y la cultura, después de la fama que siguió a la publicación de su primer obra ensayística, Contra la interpretación, en 1966.
La valoración inicial e sus textos y artículos como piezas que expresaban las claves de un tiempo complejo debe entenderse en el marco de los acontecimientos sociales, culturales y políticos de entonces: su caldo de cultivo era la necesidad simultánea de millones de personas en todo el mundo de superar viejos parámetros de pensamiento y acción. Los movimientos revolucionarios que se multiplicaban en el planeta, la irrupción e nuevas formas de arte y expresión, la apertura mental hacia nuevos horizontes de conocimiento, fueron partes centrales del contexto en el que se atrevió a enfrentarse al coro de entendidos. Si su primer libro publicado, El Benefactor (1963) no parecía preanunciar la irrupción de una nueva figura, tres años después, Contra la interpretación se convirtió en poco menos que la Biblia de una nueva forma de pensar y analizar la cultura contemporánea.
En aquella, su obra más famosa, la escritora comenzaba a presentar una suerte de gran teoría para entender tanto las vanguardias neoyorquinas y europeas como sus antecedentes, combinando con sutileza el gusto personal con la configuración de un nuevo canon. La auténtica revolución ideológica que significó su incursión como crítica cultural debe parte de su importancia al hecho de que le haya dado rango académico a las nuevas manifestaciones artísticas, en un tiempo en que la crítica tradicional consideraba las llamadas bellas artes como deber excluyente. A partir de ahí, y a lo largo e su extensa carrera como ensayista, Sontag se interesó por una constelación de cuestiones, y en todos los casos demostró una versatilidad inusual para analizarlas desde una perspectiva original.
Cuestiones aparentemente tan alejadas entre sí como la omnipresencia delas imágenes fotográficas en las sociedades contemporáneas, los simbolismos asociados a enfermedades como el cáncer, la tuberculosis o el sida, las guerras, las vanguardias, la literatura pornográfica o las virtudes que debe reunir una creación para ser considerada obra de arte, cobran sentido y se interconectan en sus libros, con resultados a menudo impredecibles. Por encima de esas diferencias, en su obra asoma la reivindicación de los aspectos menos visibles de la cultura contemporánea.
Uno de sus mayores méritos es haber aunado la originalidad y el conocimiento específico con una capacidad infrecuente para abrir al lector mundos de resonancias impensadas.
Su mayor aporte al campo del pensamiento ha sido, en este marco, su apuesta a relativizar las fronteras entre categorías que, hasta su aparición, aparecían como estáticas (la alta y la baja cultura, lo frívolo y lo culto, el arte con mayúsculas y la cultura de masas etc). Intuyó que en la sociedad de consumo las jerarquías tradicionales que regían el pensamiento de parte de la sociedad –tal vez por la labor infatigable de sus colegas más conservadores- evolucionarían hasta asimilarse casi en una misma dimensión. Hacía falta un mecanismo que aceitara los mecanismos de comprensión, y se reservó ese papel para sí misma. En sus libros, demostró que la compartimentación de la cultura era sólo una limitación: las llamadas bellas artes merecen un tratamiento tan serio como las manifestaciones de vanguardia; los grandes escritores pueden compararse con los malditos y hasta los fenómenos más escurridizos permiten reflexiones históricas.


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