06 julio 2012

El rinoceronte de Juan Manuel Chávez


El rinoceronte y los riesgos de su propia maravilla, por Juan Manuel Chávez


Me decidí a escribir este texto sobre rinocerontes, después de escuchar en tres tiendas diferentes una misma forma de decirme que no. No hace falta que un gallo te cante, como a Pedro en los evangelios, para recordar en medio de las negativas que la tercera es la vencida.
   Entré a la segunda tienda de peluches como quien llega a un velorio, sigiloso y tratando de no molestar, consciente de que no encontraría al protagonista que buscaba.
—¿Tiene peluche de rinoceronte?
—De rinoceronte… —piensa la vendedora de la tienda—. De rinoceronte no, pero sí de hipopótamo.
    La misma alternativa me dieron en la primera tienda; también, en la tercera. Felizmente no estaba en una farmacia solicitando inyecciones; me habrían ofrecido supositorios.

   No es que a mi esposa le aloquen los peluches, sino que a mí me gustan mucho los rinocerontes. Y para este texto, indagué un poco más sobre ellos. 
   Por ejemplo, que existen cinco especies, aunque dos se encuentran al borde de la extinción y tres, cada vez más amenazadas. Podría darse el caso de que, en poco tiempo, del rinoceronte solo nos queden las fotografías en hábitat natural, el contado número de ejemplares en cautiverio y las miles de cabezas encornadas que decoran las paredes de los coleccionistas aficionados a la taxidermia. A esos animales silvestres le pasaría lo que ocurre con los peluches: no hay.
   Quizá este pronóstico del ámbito de la zoología es menos desolador que el proyectado para el de la cultura en torno a los idiomas del mundo, ya que un alto porcentaje ha sido declarado en el peligro de extinción. Al cabo de un siglo, de las 6 000 lenguas que existen en la actualidad, puede que desaparezcan la mitad. Para muestra, la Unesco nos recuerda que en Entre Ríos (Argentina), al chaná no le queda más que un hablante. Extremando el hecho, o acaso solamente poniéndolo en perspectiva, pienso en lo trágico que debe ser para aquella persona, último hablante de esa lengua tradicional, portar toda una visión individual y también colectiva del mundo distinta de otras; pero no tener a nadie con quien conversarla o compartirla en su lengua original. Dominar un idioma donde se hacen inútiles las palabras. Incluso, el riesgo en que se encuentran los rinocerontes es uno entre las miles de amenazas a la naturaleza: el peón de un ajedrez donde reinaban los osos panda y se elevan como grandes torres las preocupaciones sobre las ballenas. Y es que, el 25 % de mamíferos está en peligro de extinción; no obstante, me parece que no todos esos otros animales viven del mismo modo desde hace millones de años, como ocurre con los rinocerontes. Su desaparición, más precisamente exterminio, es un zarpazo de ironía: podría borrarse del planeta lo que había sabido permanecer casi intacto.
   La palabra “rinoceronte” proviene de los vocablos griegos rhino (nariz) y kera (cuerno); por lo que significa, literalmente, nariz cornuda por los cuernos en el hocico. Para la Real Academia de Lengua en su Diccionario, el rinoceronte es un: “Mamífero […] con cuerpo muy grueso, patas cortas y terminadas en pies anchos”. Del cuerno o los cuernos, el Diccionario avisa recién en la sexta línea de su entrada; tarde, a destiempo, cuando uno ya se ha imaginado un perro buldog con problemas de retención de líquidos en vez del poderoso animal de complexión algo prehistórica.
   Tres especies poseen dos cuernos y las otros dos, uno —unicornio—. Sus huellas tienen el aspecto de un as de trébol, con grandes dedos aplanados en el extremo que permiten una amplia base para no hundirse en el fango o la arena. A su vez, los especialistas coinciden al afirmar que el rinoceronte tiene el cerebro pequeño para sus dimensiones; es más, la cantidad de tejido olfativo en el hocico lo supera en tamaño. De poderosa constitución, mucho tiene de tanque a pesar de llevar siempre la cabeza baja: distingue sin ambivalencias un aroma de otro pero no le da para recordar el nombre de ninguno. Su sentido olfativo es formidable, aunque su visión es de miope; así, no cuenta con la capacidad de ver en tres dimensiones. No vale la pena pagar una entrada costosa para llevarlo a ver Ávatar cuando se divierte con Los Simpson —ha aparecido dibujado en la serie por lo menos una vez, apagando el fuego a pisotones— o las repeticiones del coyote y el correcaminos que tanto me gustan. El correcaminos… Recuerdo que en las enciclopedias se indica que el rinoceronte no es veloz, casi ni corre; a lo sumo, trota por un breve lapso, como yo cuando me da por lo deportivo. Qué decir, es un animal que me simpatiza: hace de la vida una rutina sin extravagancias.
   Otro aspecto capital en los rinocerontes es su piel: dura y resistente, con un grosor que supera el centímetro y medio. No obstante, puede ser atravesada por cuchillos, lanzas y balas. También se relatan sucesos en que, como una armadura, la piel ha soportado bien esos ataques. Por esto, el rinoceronte tiene fama de imbatible en algunas culturas, pues con un peso que oscila entre los ochocientos kilogramos y las tres toneladas y un tamaño que, en el llamado rinoceronte blanco, se acerca al del elefante, tiene más de coloso que de trofeo. Y lo colosal suele ser un reto para el ser humano; a menudo, para los más envilecidos. Quizá la fama de imbatibilidad engendra una paradoja para el destino de este animal: se lo persigue y caza con saña porque se da por sentado lo difícil que es lograr ese objetivo… Casi todos quieren vencer al puntero de la liga, aunque se pierda cada uno de los demás encuentros.
   Y sí, hay colosos famosos que han sido domeñados; aunque no les haya costado la vida por completo. Rómulo, el rinoceronte blanco del Bioparc de Valencia, en España, vivió 23 años en un ambiente de 18 metros del zoológico de los Jardines de Viveros. Y este pasado le dejó una estereotipia: la costumbre de dar vueltas solamente en círculos, condenado a encorsetar sus días al perímetro que tenía por vivienda. Con el paso del tiempo, formaba ochos en el amplio recinto del Bioparc, que es un zoo de inmersión que se caracteriza por recrear con precisión y mediante vastas extensiones los hábitats naturales.
   De 33 años de edad y nacido en Inglaterra, sospecho que se comunica mejor en valenciano que en inglés o español, pues fue adquirido por el zoológico de los Jardines de Viveros cuando contaba con solo cinco años de edad. Ahora, ya pasó la mitad de su vida y puede que por fin esté listo para ampliar el radio de su existencia y dejar atrás el círculo vicioso que lo condicionaba.
    Notas periodísticas destacan que el enorme Rómulo viene superando la estereotipia, luego de que durante meses y meses le pusieran parte de su comida en lugares que nunca frecuentaba y colocaran obstáculos en el sendero que marcaba sus pasos. Incluso, se puede leer en las notas curiosas de un diario que algunas horas a la semana lo cambian de ambiente para que interactúe con cebras, avestruces y otros rinocerontes, cerca de una charca fangosa donde resuella a sus anchas. Por lo menos, se anuncia que ya hace contacto visual con las hembras de su especie. Supongo que pronto las invitará a un juego de naipes; nadie le gana a Rómulo en “ocho locos”.
   Ver a Rómulo en el Bioparc no da tristeza, saca una sonrisa. Parece un animal al que se le está reconciliando la existencia.
    Los especialistas sostienen que, en general, los machos adultos tienden a ser silenciosos, solitarios y territoriales. Raras veces forman grupos de una decena o más individuos; de hacerlo, lo hacen en la juventud. Incluso, se dice que suelen tener mal genio: los machos se enfrentan con otro que invade su territorio, aunque solo con embestidas ciegas que pretenden ahuyentar al intruso. Nada que ver con la furia escarlata de un toro y sus acometidas. Se enfrentan como pueden pelear dos contadores de traje, corbata y chaleco en plena oficina: más amagos que violencia. Los rinocerontes aprietan y aprietan los cuernos uno contra otro, hasta que alguno se rinde luego de la repetición sin cesar de los mismos gestos. Hay algunos que cruzan cuernos como espadachines e, incluso, intentan alguna cornada. El Diccionario termina por dibujarlo, coherentemente, a partir de su dieta y su carácter: se “alimenta de vegetales, prefiere los lugares cenagosos y es fiero cuando lo irritan”.
    Pero su furor tampoco lo salva de los riesgos de la extinción, a pesar de una milenaria historia natural.
    Se han encontrado en el norte de América fósiles de Hyrachyus eximus, pequeño antecesor sin cuerno que parece tanto un tapir como un caballo. También existió, a principios del Mioceno, una especie de gran tamaño que pesaba más de veinte toneladas y medía más de cinco o seis metros de altura, de acuerdo con algunos especialistas.
    Se plantea que el rinoceronte primitivo es el mamífero de mayor tamaño que jamás existió. Cabe la posibilidad de que, en varias décadas o pocos siglos, la palabra “jamás” extienda su aplicabilidad más allá de la especulación paleontológica y refiera las consecuencias de las carnicerías del presente.
    Un ancestro posterior presentaba adaptaciones para la velocidad. Y otro, lanudo y ya extinto, apareció en China hace un millón de años. Más atrás, hace quince o veinte millones de años surgió el género de los Dicerorhinus, cuyo único representante vivo es el rinoceronte de Sumatra. Y hay rinocerontes en Sumatra, Pakistán, Birmania…
    La figura del rinoceronte se halla pintada en cuevas prehistóricas de Libia y Marruecos; también existe un mosaico romano en Sicilia, donde se representa al rinoceronte. Podría decirse que más de la mitad del mundo, de ayer u hoy, no le es ajeno.
    En 1515, Durero hizo un grabado que no es una copia fiel del animal original —nunca en su vida vio uno—, pero en cierto modo es su mejor emblema. También es famoso el acorazado y algo granulado del artista Salvador Dalí. Y cómo olvidar la pieza de Ionesco: El rinoceronte (“Me parece… sí… era un rinoceronte… ¡Qué polvo levanta!”, dice el personaje de Berenguer al de Juan). O el de Juan José Arreola, con el cuento homónimo (“Diez años luché cuerpo a cuerpo con el rinoceronte, y mi único triunfo consistió en arrastrarlo al divorcio”, dice la exesposa del juez McBride).
    Se encuentra plenamente instalado en el arte; pero en la realidad, la existencia del rinoceronte ya no es segura. Si a fines del siglo XIX un solo maharajá mató a más doscientos ejemplares, hoy la caza indiscriminada lleva la cifra a los millares.
    La razón principal para la cacería de rinocerontes son sus cuernos, ese valorado trofeo que tanto se vincula con la medicina tradicional, el atavío, la alquimia y la sexualidad. Duro como un hueso aunque sin ningún tipo de inserción en el cráneo, el cuerno del rinoceronte es de queratina —sustancia que también forma los pelos y uñas del resto de mamíferos—, sin núcleo de hueso. En la visión asiática, los cuernos tienen propiedades curatorias; por ejemplo, se piensa que es muy útil para hacerle frente a las fiebres y convulsiones. Es decir, el cuerno ha sido usado durante siglos para salvar vidas. O, mejor dicho, la vida del animal por la presunta salud de un humano; un asunto de canje, ya que se mata al coloso para luego cortarle su estilete natural. Puesto en kilogramos, el cuerno de un rinoceronte tiene un mayor costo que el oro en el mercado negro; sin embargo, sus cazadores no piensan que vale más.
     Al cuerno de rinoceronte no solo se le atribuyen valores curativos que contradicen la perspectiva científica; también se usa en Oriente Medio con fines ornamentales para mangos de dagas y joyas, incluso como amuletos contra la mala suerte, en las lindes de la más perversa aprensión cósmica. A su vez, sus cultores creen que el cuerno del rinoceronte posee facultades afrodisiacas.
     En un documento, quizá espurio, leí que una vez se halló un rinoceronte con un cuerno de 1,58 m de extensión. Y esto es bastante, sobre todo para el hombre, que nunca le ha dejado de prestar atención a las dimensiones: basta con observar las competencias urbanas por construir el edificio de mayor altitud u otras comparaciones más pedestres y adolescentes.
    La expectativa afrodisiaca nos ancla en la fantasía del unicornio, nos traslada al tiempo medieval de los alquimistas y las aspiraciones mágicas. Me da por ficcionar, pues seguramente así se consigna en algún libro, cómo habrá sido el impacto de los primeros viajeros portugueses u holandeses del siglo XV en el África, cuando vieron por primera vez un rinoceronte: animal de cuatro patas y con un cuerno (o dos). “Pero no parece un caballo, ni tiene crin y es más negro que blanco”, habrá dicho alguno, escéptico, ante esa bestia que el resto de aventureros quería identificar con la encarnación de la mitología. Se han cazado rinocerontes por capturar al unicornio. 
    Pobre animal, fue perseguido, sometido y aniquilado porque simplemente no se parecía tanto a algo que la humanidad se imaginó.
    Pero las matanzas actuales no son hechos imaginados sino carnicerías reales, documentadas, crecientes. Y a tal punto que, se firman tratados con posturas intermedias, pues no se ha conquistado el imperio de las ideas para reencaminar las expectativas de curación y las tradiciones asentadas. Con el tratado CITES(1) que ha suscrito China, se pretende prevenir la caza furtiva y limitar el comercio ilegal en ese país: se anestesia a los animales y se les corta el cuerno de forma regular. Se hace del rinoceronte una lagartija que pierde la cola. No, de hecho es mucho peor.
     Quizá el riesgo en que se encuentra el rinoceronte negro, en especial, no es tan alarmante como la desaparición de la mitad de las lenguas del mundo en el siguiente siglo; pero algo de tragedia irónica hay en que con su fin también pueda eclipsarse el conocimiento sobre su atractivo modo de comunicación, sustentado en variedad de sonidos y en diez vocalizaciones distintas, entre resoplidos, resuellos, chillidos, rugidos. No se ha investigado lo suficiente sobre cómo hacen contacto o se cortejan, pero sí se han perfeccionado los medios para aniquilarlo y se han aceitado los engranajes políticos que facilitan la comercialización de sus partes.
    Por lo general, el rinoceronte no tiene depredadores naturales, salvo en sus primeros años, muy pequeños, en que son presas fáciles de leones, hienas y cocodrilos. Su mayor amenaza es el ser humano, que lo rodea para cazarlo, luego de haber corrompido con grandes sumas de dinero a las autoridades que han ratificado acuerdos para protegerlos. Ni siquiera los cercos eléctricos puestos en las zonas de seguridad los deja a salvo de los cazadores que se les acercan con armas de fuego: muere uno al día por estas causas, solamente en Sudáfrica, según las informaciones de prensa. Así, en la actualidad, un millar de soldados patrullan los parques nacionales de Kaziranga y Chitwan para impedir la caza y el comercio de cuernos… Humanos armados para defender de otros humanos armados y más desalmados a animales con armadura de piel. Una lucha de bestias.
     En India, Malasia y Birmania se cuenta que los rinocerontes apagan el fuego a pisotones, como bomberos de lo rústico. Pero hay fuegos diversos, que no se extinguen con solo una acción, sino con múltiples, rotundas e incluso globales. El fuego que aviva la ignorancia y una tradición malsana que pretende curar cuando lo que hace es matar, el fuego que enardece el tráfico sangriento y el lucro especulador; estos no podrán ser apagados por este mamífero y su costumbre legendaria. Toca ir más allá de las medidas tibias y las políticas negociadas o conservadoras.
     En algunos países están buscando mejorar el rendimiento reproductivo del rinoceronte, pues solamente nace una cría por parto: se estimula el nacimiento de más, para compensar los que se han ido matando. Tamaña medida, en principio, implica generar mayor número de ejemplares para proseguir con el exterminio y la comercialización.
     Puede que la siguiente vez que pregunte por un rinoceronte, ya no lo haga en una tienda de peluches sino en una reserva natural o en un zoológico. Y, quizá, trágicamente, cuando consulte sobre si quedan todavía, muchos me respondan con una escandalosa franqueza: “Ya no hay rinocerontes, ni uno; pero pierda cuidado, hay hipopótamos”.
    Es probable que mañana digamos una similar barrabasada en torno a la lengua chaná que sobrevive en Entre Ríos: “no hay problema por su pérdida, al fin y al cabo tenemos al español para comunicarnos”. Como si la vida, de una lengua o un animal, de una cultura y sus seres, fuera prescindible, sustituible. Lo único es único porque, simplemente, desparecido no asoma más; como el rinoceronte que hoy mataron en Sudáfrica.

Juan Manuel Chávez
Lima, EdM, Junio 2012

(1) CITES: Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora silvestres (aprobada en 1973 y convertida en ley internacional al año siguiente). A la fecha, ha sido ratificada por más de 150 gobiernos y ofrece protección a más 35 000 especies de animales y plantas.

No hay comentarios.: