18 marzo 2012

Alexis Iparraguirre sobre Sol de Tokio


Acompañada por un prolongado silencio de la crítica, la novela Sol de Tokio de Francisco Joaquín Marro ya circula en el medio literario peruano por casi dos años. Podría pensarse que su extensión considerable (casi 300 páginas) y su velada o explícita alusión a una amplia biblioteca literaria podrían alejar al lector común. No obstante, se trata de un texto donde la cita o la imitación se integran con naturalidad a una prosa fluida y en ningún momento carente de animación. Más bien podría pensarse que su potente humor y vitalidad en registros que van desde la coprolalia gruesa a la sutileza sádica chirrían frente a una producción general de novelas más bien signadas por el artificio solemne o el solfeo dramático. O también que, una vez más, las potencias de las reseñas locales, apremiadas por la brevedad de sus espacios, no se dieron abasto para esta novela que, como las buenas novelas, es muchas novelas a la vez: un bildungsroman y su crítica, una novela sobre escritores el clave de farsa, una novela existencial que se burla de la nada, un homenaje a la metaliteratura más clásica: el Quijote y la picaresca, un espejo de las minucias de una sociedad limeña banal y moralmente pauperizada, y también una apoteosis y clausura, por saturación y agotamiento, de los procedimientos creativos que llamaron la atención en el pasado reciente en primeros libros de prometedores escritores de vocación auto reflexiva.
La novela parte de una convicción casi bíblica de algunos credos de Stendhal, en un primer nivel de la biblioteca literaria a la que apela. El principal es que los personajes no expresan una sensibilidad sino que la actúan, como también constató Shakespeare en los monólogos de su Cleopatra. Así, sus dos personajes principales, Paco y Sergio, que pertenecen a dos líneas temporales distintas, una actual y otra ambientada en unos distópicos años setenta, son dos escritores arribistas, convencidos en la entraña que su juventud es una suerte de vela de armas a la espera de que estalle el genio. En este punto Joaquín Marro apela a una segunda perspectiva que superpone. Al modo de Dostoyevski, cuyos largos monólogos no teme parodiar en clave cómica, les otorga una conciencia cruel de sus vidas diletantes, de lo azaroso y a veces terriblemente frustrante en las empresas acometidas, de una suerte de sinrazón fundamental e incapacidad constitutiva que impera en los actos humanos. Perdidos en tumultuosos centros de Lima de distintas décadas, saltando de un episodio de aprendizaje perverso (o antipaideia) a otro, Paco y Sergio solo consiguen proferir discursos de miedo despavorido hasta la carcajada, acompañantes de las trifulcas sin remedio de una dilatada fauna de artistas-truhanes. 


Como Joaquín Marro no tiene que explicarnos que se mueve en el terreno de la parodia de los grandes padres de la novela, bastaría apelar a la microestructura episódica del libro o la división en diez jornadas del texto, con títulos cervantinos, para entender que el carnaval y la picaresca asumen un papel constitutivo sin esfuerzo alguno: Paquito y Sergio son falsarios impostando una vida y escritores, ante los ojos de la posteridad quizás lo mismo. Situados en el siglo XX y ante el vacío de certezas del fin de una época, sin nada qué hacer (Paquito es un mozo de restaurante y Sergio un poeta universitario, ocupaciones que se describen como carentes de oficio ni beneficio hasta la exasperación), quizás solo les queda glosar los tipos humanos de sus respectivas escenas literarias, como observadores dotados de poderoso instinto para destacar el ridículo de los otros pero también afectados, paradójicamente, de una timidez y una envidia crecientes e irrecusables, que los revela como dobles de una perspectiva de la historia que está en eterno retorno (separados por veinte años, ambos ven sutiles variaciones de semejantes imposturas literarias. En este ámbito, la novela adquiere su afilado perfil de crítica generacional y, al mismo tiempo, de comentario estético y novela en clave. Para los entendidos, no es difícil reconocer en los transitorios protagonistas de los episodios de la amplia Lima bohemia, a los cultores del academicismo universitario, a los bohemios que imitan a Kerouac o a Bukowski, a los hippies o los JUM (Juventud Urbano Marginal), a los indigenistas que veinte años después serán los andinos, y a los hispanistas que se actualizan como criollos, o los sofisticados de todos los tiempos y a los  telúricos, metaliterarios y metaindigenistas. Quizás la mayoría de estos nombres sean etiquetas vacías para el lector común, pero las puestas en escena que organiza Marro en torno de la exposición o demostración de los principios de cada tendencia resulta tan extrema y, no obstante, verosímil, que la especificidad y extravío de estas se despliega, plástica y elocuente, sin ningún problema para el gozo y la risa de un espectáculo que remeda la vida. Esta última expresión no es gratuita. Remedar es un ademán permanente en el lenguaje de Joaquín Marro como operación moduladora de una sensibilidad que requiere de registros de poesía extrema, en la décima jornada, o de la flexibilidad de la oralidad en sus numerosas variedades, que no desprecia ni el cliché de folletín, ni el estereotipo pop, ni el gag de programa cómico de televisión nacional. Así de polifónica y fagocitadora es la lengua de Sol de Tokio para no aburrir, mostrar, explicar, representar y reflexionar sin dejar en ningún momento de narrar en ese río de voces sociales y culturales. Por las virtudes de esta lengua se establecen quizás dos de las peculiaridades narrativas más llamativas de la novela. Por un lado, con respecto del mecanismo de parodia permanente, exalta y revela el perfil fatuo del gesto metaliterario: es un ademán narciso del artista, atrapado en el soliloquio del yo y no la operación de un intelecto desinteresado que explora sus límites. Las pruebas a favor que presenta Joaquín Marro (la crítica moral stendhaliana) muestran, en este punto, su evidencia intuitiva, retóricamente más poderosa que cualquier epistemología. En consecuencia con ellos, los escritos metaliterarios de la escena limeña contemporánea a Sol de Tokio aparecen ante el lector como inevitablemente fatuos, altares de la autofiguración y el arribismo. Pero, como consecuencia de tal principio, ni el propio Joaquín Marro escapa a tal tácita condena: quien, a estas alturas, opera en el nivel de la autocritica estética con más variedad, intensidad y coherencia que todos sus predecesores en ese ámbito, también es un engañamuchachos. Consecuentemente, la novela consagra su propia inutilidad como gesto revelador, apenas sí suma de espejismos atados a una esperanza en la jornada final. Lejanamente, los ecos de un ideario barroco parecen resonar en los ecos de las últimas páginas de la novela: el auténtico desengaño, más allá de chistes y bravatas.

De esto proviene la segunda peculiaridad de Sol de Tokio. Aunque sus sutilezas estructurales, sus influencias y citas, su continua apelación a un nihilismo decimonónico parecen obstáculos para la comprensión cabal de un lector profano, muestra, por contrario, esa claridad sin imposturas de las novelas de humor memorables, como La conjura de los necios de John Kennedy Toole, para citar un modelo de transparencia próximo en el tiempo. Sol de Tokio tiene la frescura de un buen periódico de ayer, o de un mal periódico de ayer, o de un diario chicha, todo ello inscrito en frases ajenas a retorcimientos, que armoniza con una eufonía natural la variadísima procedencia de sus múltiples recursos.
Sol de Tokio tiene un título cuya justificación aguarda al final de la novela en clave simbólica porque, por todo lo antes dicho, nada impide terminarla como se le empezó, oscilando entre la ligereza de risa y hondura farsesca de sus abundantes procedimientos metatextuales que ella misma ridiculiza. Muchos de sus personajes, especies representativas de una bohemia literaria nacional, merecerían un análisis sociológico independientes de esta ajustada reseña, sobre todo el personaje de Irene, hermanastra de Sergio, suerte de Raskólnikov femenino, que entre monólogo y monólogo de intensidad abrumadora, intenta suicidarse y fracasa de modo tan estúpido como estúpidos son sus métodos para querer matarse. Bastaría este ejemplo para mostrar cuál es el espíritu inusitado de verdadera crítica y autocrítica de Sol de Tokio, su novedad inmanente y su naturalidad para cualquier lector. La escena nacional, con sus glorias y derrumbes, no ha conocido una primera novela de tal ambición y logro, de tal disparate y cordura, en muchísimos años.



xxx

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