Portada de Matemos a Borges
Aunque conviene no
enfatizar el hecho, el territorio de la literatura es un planisferio dibujado
por las voces de algunos padres fundadores: Homero, Shakespeare, Cervantes, el
trujillano Vallejo, el ginebrino Borges. Hay más, pero su número no importa. Lo
que importa es que el mapa que contiene la voz de un escritor X es, por
definición ajeno, ya que pertenece a la voz
de alguien que preexiste, a alguien que ya tiro los dados por él.
Llamemos a la voz que dibuja el mapa, que es un juego, como el Gran Otro, o el
Padre, o el suplemento lacaniano. Tampoco importa el nombre. Lo que importa a
un escritor nace siempre a la literatura de otro. Por consiguiente el escritor
x tiene dos opciones como Edipo en la encrucijada. Puede decidir no jugar el
juego de la literatura, y aún así hacer lo que él llama literatura. Y el
resultado son, por lo general, eso que conocemos como las cumbres de la
historia mundial del autismo (se me ocurre el dadaísmo y su obsesión por la
originalidad a fuerza de ser ininteligible; se me ocurre la metáfora del borrón
inhumano en el cuento “La obra maestra inconclusa” de Balzac). Pero también
puede decidir jugar el juego, y toma la voz de otro debido a que el mapa de la
literatura es fatalmente ajeno. El creador, entonces, realiza la operación que
le es propia: imposta una voz paraentrar al juego donde todo se ha dicho, para persuadir
de que su impostación es una novedad en sí. Roba una naipe del mazo de cartas
del Padre, del Gran Otro o del Poeta predecesor, y lo muestra como propio,
porque si no lo hace no hay literatura. De inicio, entonces, la literatura es
un crimen, un robo, una suplantación. Es la voz que finge un país del
planisferio ajeno para figurar en la invención. Entonces es un eco que suplanta
el autentico silencio de quien escribe. En este crimen, cabe la posibilidad de
que el delincuente pueda ser el eco de una voz ajena que carece de oyentes.
Estas ideas y otras semejantes, naturalmente lúcidas y obligadas en el delito
de jugar el juego de otros promueve Daniel Romero Vargas, acertadamente, bajo
las imágenes del crimen y el vacío.
Daniel Romero Vargas, finalista de Premio Caretas
con el cuento que da nombre al libro
Puede decirse lo mismo de
la siguiente historia, que refiere un juego de espejos, no ajeno a la ironía y,
quizás, al mismo ademán de robar el naipe al Gran Otro,ese que inventó la
literatura. En este cuento, un escritor atento a los cuentos escucha de uno que,
en un pasado impreciso, ganó el concurso de una revista famosa. La historia
vencedero del certamen refiere que Borges es víctima de un crimen y, según todo
parece indicar, quien conjura los detalles del asesinato y la invención del
asesino. Tanto la naturaleza ficticia del criminal como la existencia acaso
insoportable del sabio condenado a proferir ficciones adquieren consuelo y
final en la certidumbre de que la muerte borrará por igual la memoria y el
recuerdo de ambos. En este punto, el escritor oyente,que nunca tiene la
oportunidad de leer ese cuento,captura la sugerencia de que el asesino y
victima sean uno, sean Borges; escribe con esa idea un nuevo cuento (el tercero
de esta relación), que es suyo, pero, que, como sabemos, es un crimen. En el
relato del segundo escritor, Borges conjura una trama idéntica para asesinar a
personajes que también son sus invenciones. Pero,como vuelta de tuerca, la
trama del cuento imitala secuencia de crímenes de la “La muerte y la brújula”,
un cuento policial también de Borges. Este furor imitativo merece,
naturalmente, una conclusión borgeana, que, más o menos, diría así: “cuando el segundo
escritor cree que la impostura de personificar a Borges, de impostar su narrativa,
ha creado un espejismo que lo diferencie y eleve por encima de la generalidad,
comprueba, no obstante, que, desde la perspectiva de Dios, o de los ángeles, él
también es un doble, una copia, no de Borges, sino de otro, del primer autor
que escribe un cuento donde Borges es asesino y víctima. Porque para Dios que
vive en la eternidad, o para la literatura, que no tiene tiempo, las
diferencias son instantes y las semejanzas son constantes. Para la eternidad
(no se cuánto halague o no este comparación a Daniel) el segundo escritor, el
influido por la historia que oye, que soy yo, y Romero Vargas, que escribe Matemos a Borges, la historia primera sobre
Borges asesino, somos uno solo.
Este razonamiento, que es verosímil, crea la situación excéntrica de que cualquiera,
Daniel o yo, pueda hablar de la obra propia con la distancia crítica de quien
la intuye, íntimamente, ajena. O que cualquiera pueda, pero acaso de una forma
más ajustada a su perfil, presentar la voz que uno y otro ha levantado en
distintos sitios del planisferio de la literatura con cierto sentimiento de
pertenencia. Que lo otro es lo propio es, de antaño, la impresión que deja la
literatura cuando ella consigue que el lector renuncie a sus propios límites y
se apropie de lo ajeno. La lectura de “Matemos a Borges” descubre esta cualidad
compartida por lectores fervorosos y, favorece que aquellos lectores radicales,
los creadores, se reconozcan en el juego de espejos de figurar la voz propia,
esa con que se obtiene un nuevo planisferio para la exploración de los hombres.
Martín Zúñiga y el autor, presentando "Matemos a Borges" en la FIL Arequipa
No obstante, conviene aclarar que, desde el punto de vista
genético, la literatura no queda exculpada. Para ella no hay indulto. Es un
crimen de lesa suplantación. Matemos a Borges también es un catálogo de la imaginación
con prontuario de Daniel Romero Vargas, del modo en que roba cartas para ganar
su juego. Es un jugador que no se intimida. Baraja las cartas que sirvieron dos
jugadores astutos y poderosos. Son previos a Borges y él los imposta y al hacerlo, como señala
Harold Bloom respecto de la bendición de la influencia, los reinventa para
convertirse en artista libre de sí mismo. Especulo que llegó a ellos a través
de ese tahúr grande que fue Borges, porque sin ellos no hubiera podido inventar
la literatura argentina del siglo XX, esa provincia geométrica, habitada por
compadritos intelectuales.Para inventar su libro, para construir su voz, Romero
Vargas fue a recorrer las naciones deslumbrantes y oscuras de Kafka y Poe, dos
conquistadores voraces por poderosos en el arte de proferir ficciones. Preciso:
a Kafka y a Poe, pero al Poe más kafkiano (porque Kafka colonizó
retroactivamente algunas provincias del país de Poe cuando decidió que el
absurdo es el espanto de Poe, pero con aspiración de infinito). Así, en un mapa kakfiano, en alguna
provincia parcialmente consumida por la jugada de Kafka, se sitúa “El fantasma
de la Muerte Roja”, un cuento de Poe. No
solo se trata de una alegoría oscuramente sensualista de la peste, sino una
voluptuosa alegoríala descomposición social. La historia es, incluso en su
resumen, inquietante. En una mansión,que puede ser cualquier mansión o el
espejo abstracto de una mansión, personas que se distinguen con precisión unas
de otras por sus disfraces, su riqueza y su intemperancia celebran la vida
fuera de la intemperie de la peste. Poe ha abstraído los nombres, las fechas, la
lógica de algunas emociones, como la hesitación o la vulgaridad. En este
movimiento reconocemos el acceso al territorio que expandió luego Kafka:
sabemos que ese mundo puede ser el de nuestras buenas conciencias liberadas a
la complejidad del gozo. No obstante, su funcionamiento es un mecanismo intransitivo,
como una caja negra cuyo interior se desconoce, y que hace de sus superficies
una barrera infranqueable e hipnótica por eterna. Ese sabor a pesadilla, donde el soñador corre
por contestar un teléfono que sabe de antemano que no va a contestar justo
porque está corriendo,es el absurdo kafkiano, invención largamente más
productiva como jugada literaria que las alegorías que eventualmente se
fabrican con ella (incluso esta alegoría de la decadencia de Poe que,
retrospectivamente, es kafkiana). Se trata de la pura idea de desconocer la
función de los objetos aunque sean familiares. O desconocer el fin de una ceremonia
aunque sean domésticos sus partícipesy sus procesos (una línea débil de esta
posibilidad es reducir la incomprensión al complot). La apropiación de la carta
Kafka-Poe por parte de Romero Vargas consigue una voz de timbre singular. Esta se profiere con plenitud e invención en “Historia
de un callejón”, el último relato del libro. Se trata el monólogo de un
alienado en el fondo de una mugrosa vía pública que sirve de sumidero. Aquí el
alienado es el propietario de objetos en medio de la peste. Pero no son los
objetos del canon gótico (los armarios, los bibelots, las cajas de música o esa
otra forma de objeto gótico que es paisaje evidente u abstracto de un
cementerio).El loco modula su monólogo sobre los desperdicios de la ciudad
moderna y las deyecciones humanas que esta no consigue procesar. Romero Vargas
configura en el absurdo pauperizado una peculiar ceremonia de peste y locura.
La invención de Romero Vargas se erige, pues, entre nosotros con
especial esmero en una prosa meditada, en un escenario de tugurios, de sótanos,
de ceremonias oscuras. Nos advierte desde un comienzo que se trata del voraz
sortilegio de las letras: el pase de magia con que un escritor consigue que la
carta ajena sea propia. El efecto de la ceremonia, de la lectura, es el de
quien encuentra instalada la imaginación de Romero Vargas, al final, como en
una emboscada, en el lenguaje de los objetos de la carencia. La material y la
espiritual. Romero Vargas continua una geometría del desasosiego que apela sin
tremendismo al sumidero de nuestras conciencias. Una vez más, la literatura se
abre paso desde su entraña de pura lengua a la evidencia de la vida desnuda. La
pura forma contiene la ciudad que formamos estando juntos. Romero Vargas cuenta
la pesadilla sin énfasis de sus miserias.
1 comentario:
Seis cuentos memorables.Sin duda, una obra meditada.
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