Llegamos al mes de abril sin fin del mundo ni terremoto aparente, y por eso mismo qué mejor forma de celebrar el día del libro, que leyendo. Esperamos que disfruten esta joyita del cuento peruano, que compartimos a manera de regalo entre todos los lectores que nos visitan, y, parafraseando a Oquendo de Amat: lea como quien pela una fruta...
García Márquez y yo
Jorge Ninapayta
Extraños fueron los caminos que me llevaron hacia la gloria.
Ahora que repaso mi vida puedo apreciarlo con claridad. El día que yo cumplía
veintitrés años, en un bar del Callao, una gitana circunspecta y de carnes
enjutas me leyó la suerte en las cartas. Luego, con tono solemne, me dijo que
yo haría algo muy importante en la vida; “algo grandioso”, fueron sus palabras.
La verdad, no fue una gran sorpresa para mí, porque siempre
estuve convencido de ello. Aunque pensaba que no era necesario ejecutar algo
desmesurado; un aporte a la Historia, por pequeño que sea, es un logro notable.
Y mientras llegaba el momento esperado, me desempeñaba como corrector de textos
en una editorial de libros de teología.
Cuatro años después, partí del Callao en un barco carguero
que me llevó por varios puertos de Sudamérica. Así inicié un periplo que duró
más de diez años. Me ganaba la vida corrigiendo textos. Lugar a donde llegaba,
averiguaba sobre las editoriales o los diarios más conocidos y allá iba a
ofrecer mis servicios.
La corrección de textos es un oficio mal reconocido. Y no es
una tarea fácil, aunque muchos la consideren una ocupación ancilar y de poco
fuste. En este trabajo hay que dominar no sólo la ortografía, la gramática, la
sinonimia; también el ritmo y la cadencia de las frases. Muchas veces, incluso,
hay que adivinar lo que el autor quiso decir. La experiencia brinda destreza al
buen corrector; con los años, basta una rápida ojeada a las primeras frases de
un texto para medir la calidad de su autor, para saber si estamos ante un
profesional de la pluma o ante un pelmazo que ensarta palabras.
El año más importante de mi vida fue 1967, que me halló
viviendo en Buenos Aires. Trabajaba corrigiendo libros técnicos, boletines,
algunos volúmenes de cuentos, en una editorial de cierta importancia, luego de
haberme rebajado a fungir de ayudante de cocina en un restaurante japonés. No pasaba
nada especial en mi vida, y ya empezaba a dudar de mí mismo. Hasta que cuatro
meses y medio después de haber entrado a esa editorial, llegó a mis manos un
texto grueso en un sobre manila. Era una novela, me dijeron, a la cual debía
hacerle la corrección. "Apúrate, el editor quiere entrar a imprenta dentro
de una semana".
Es lo usual en todas partes: los editores siempre andan
apurados y quieren que uno también se apresure a último momento, cuando ellos
han perdido tiempo valioso sacando cuentas sobre costos de producción y esas
banalidades.
Hojeé sin ganas las páginas, esperando encontrarme con algún
farragoso texto de estilo regionalista y temática sollozante, de los que aún
sobrevivían por esos años. Pero sucedió algo inesperado; desde las primeras
páginas de esa novela quedé sacudido. Yo había leído antes algo de ese autor,
unos cuentos, creo; pero esa novela, que en la primera página anunciaba Cien
años de soledad, era, definitivamente, una obra notable y original.
Me entretuve más de la cuenta repasando con delectación cada
capítulo, cada párrafo, cada línea. Cada frase llamaba a la siguiente con
naturalidad, engarzándose como en una gran joya de finos arabescos, y la
historia avanzaba envolviéndome en su universo de maravilla. No le hallaba error
de ninguna clase, ni siquiera alguna mácula ortográfica.
Mi labor, esa vez, se redujo sólo a cotejar el original con
el texto que iría a imprenta, a identificar las faltas de la digitadora. Sin
embargo, parecía que hasta ella, una gorda mendocina que solía resollar
mientras aporreaba las teclas, se había contagiado de esta voluntad de
perfección y había olvidado sus frecuentes errores. Y mientras realizaba mi
labor, pensaba que algo así, precisamente así, me hubiera gustado escribir. Y
me acordé de lo que me dijera la gitana.
Yo avanzaba la lectura de la novela sin hallar ninguna
falta. Cada hoja revisada la ponía sobre una bandeja, de donde era llevada por
un empleado al editor. Hasta que, un poco después de la mitad, hallé algo que
me sobresaltó: un vocativo sin su coma. En un diálogo, el coronel Aureliano
Buendía era llamado por uno de sus lugartenientes, y el nombre aparecía sin la
coma de rigor. Pensé que debía ser descuido de la digitadora, no podía haber
otra razón. Pero cuando revisé el original, fue mayúscula mi sorpresa al
comprobar que allí tampoco aparecía la necesaria virgulilla. El autor, el
maestro, se había equivocado. ¿Era posible? Quizá de tanto revisar y rehacer
las frases. A veces sucede.
Que Dios me perdone, pero confieso que me alegré de esa
circunstancia, pues para entonces estaba convencido de que esa novela haría
historia. Claramente sentí en ese instante que una voz me llamaba desde arriba
y, con tono exhortativo, me indicaba que había llegado el momento. Mi momento.
Volví a mirar el vocativo, que parecía como abandonado,
inerme, sin su coma. Y, entonces, ya no me quedaba más que cumplir con mi
labor, hacer mi aporte. Así es que tomé mi gruesa pluma de tinta líquida,
tratando de sortear un temblor que al inicio amenazó con debilitar mi mano,
inspiré larga y lentamente, calculé la distancia, la presión necesaria, y esta
vez con mano segura y pulso firme puse la coma: un punto grueso con una colita
hacia abajo, como mandan los cánones, tanto en la versión de la digitadora como
en la del autor. Eso fue todo. Eso fue suficiente.
El resto es historia. La novela prácticamente instauró una
nueva manera de narrar, se realizaron varias ediciones de ella y se vendieron
millones de ejemplares. Yo permanecí en Buenos Aires sólo hasta la tercera
edición. Volví al Callao, donde ingresé como corrector en una dependencia del
Ministerio de Educación. Me casé, tuve tres hijos, fui feliz: ya nada
importante. Años más tarde me jubilé.
Mi vida después ha consistido en mantenerme atento al
derrotero editorial de la obra. En cuanto una nueva edición llegaba a
librerías, corría a conseguir un ejemplar, un poco para hacerle honor a la
novela, pero sobre todo para verificar la presencia de mi coma, si es que
continuaba allí. Y, por supuesto, allí estaba, bien afincada, cumpliendo su
función cabal, y hasta me parecía que resaltaba más que los otros signos
cercanos.
Ahora que mi modesta pensión de jubilado no me permite
comprar las nuevas ediciones –algunas notablemente lujosas–, solamente puedo
dedicarme a admirarlas. Entro en esos elegantes recintos de libros del centro,
sorteo al vendedor que me mira con gesto despreciativo, ubico la nueva edición,
llego hasta la página indicada –que varía según la editorial y las picas– y veo
mi coma. Y cuando leo el párrafo pertinente y recuerdo todo el reconocimiento
que ha obtenido la obra, que ha contribuido a ganar el Nobel para su autor, yo
también siento orgullo y se me hincha el pecho de emoción. En esos instantes
percibo claramente cómo el aliento de la gloria me roza la cara y revuelve mis
cabellos canos, y me siento orgulloso –muy orgulloso– por esa novela que hace
mucho, en un tiempo ya lejano, escribimos García Márquez y yo.
Jorge Ninapayta de la Rosa | Nasca, 1957 | Ha realizado
estudios de Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la
Pontificia Universidad Católica del Perú. Sus cuentos, aparecidos en revistas y
antologías, han merecido diversas distinciones: Premio Juan Rulfo, París 1998;
Primer Puesto en El Cuento de las 1000 Palabras 1994, de la revista Caretas;
Premio Julio Ramón Ribeyro 1998; Premio Juegos Florales 1992 de la Pontificia
Universidad Católica del Perú; Premio Jorge Luis Borges 1987. Es autor del
libro de cuentos Muñequita linda. En la actualidad reside en Nueva York.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario