Ricardo González-Vigil
Isaac
Goldemberg (Chepén, 1945) es uno de los novelistas peruanos más relevantes
dados a conocer en los años 70 del siglo XX. Su primera novela, La vida a plazos de don Jacobo Lerner,
posee un carácter fundacional pues, por primera vez, retrató desde dentro, con
una mirada poliédrica sumamente compleja, el mundo de los judíos (la llamada
colonia judía) que viven en el Perú. De hecho, contando con el gran antecedente
y magisterio artístico de Ciro Alegría y, sobre todo, José María Arguedas,
quienes ahondaron cabalmente en la cosmovisión andina y abordaron la
multiplicidad sociocultural de todas nuestras sangres, en las décadas de los
años 60, 70 y 80 las letras peruanas se enriquecieron con logrados retratos
desde dentro de la cosmovisión amazónica (César Calvo, Róger Rumrrill, el Mario
Vargas Llosa de El hablador), el
mundo afroperuano (Antonio Gálvez Ronceros, Gregorio Martínez), los
asentamientos humanos y el desborde provinciano en la capital (Luis Urteaga
Cabrera, Cronwell Jara), el chamanismo costeño (el Eduardo González Viaña de ¡Habla, Sampedro: llama a los brujos!) y
la colonia china (Siu Kam Wen), con el añadido posterior de la colonia japonesa
en las páginas publicadas por Augusto Higa (un autor que primero, en los años
70, recreó las experiencias juveniles de los barrios populares, con chispeante
criollismo) el siglo XXI.
Entrevistado
por Roland Forgues (Palabra Viva,
tomo I Narradores, Lima, Studium,
1988), Goldemberg ha rendido tributo al magisterio de Arguedas, ligándolo al de
César Vallejo y Juan Rulfo. Explica: Vallejo “llega al fondo de sus dos razas
mezcladas”. Los ríos profundos de
Arguedas “fue de vital importancia para mí como escritor. Me impulsó, dada mi
personal condición de mestizo, a examinar casi la misma problemática: la mezcla
de razas y de culturas en el Perú, incorporando, tal como lo hiciera Arguedas,
mito e historia”. Con relación a Rulfo (cuyo cuento “Macario”, a nuestro
juicio, resuena en los soliloquios alucinados de Efraín): “Toda su obra es un
intento de penetrar en las profundas dualidades que conviven dentro del pueblo
mexicano: esas vidas llenas de tensiones y de conflictos entre opuestos. Y
siempre, como en Arguedas y Vallejo, viendo la escritura como una experiencia
colectiva” (p. 310).
La
condición mestiza resulta crucial en la mayoría de las mejores novelas de
escritores peruanos nacidos en los años 30 y 40, obras publicadas después de La vida a plazos de don Jacobo Lerner: Las
tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonía (1981) de César
Calvo; La violencia del tiempo
(1991), La destrucción del reino
(1992) y Poderes secretos (1995) de
Miguel Gutiérrez; País de Jauja
(1993) y Libro del amor y de las
profecías (1999) de Edgardo Rivera Martínez; Ximena de dos caminos (1994) de Laura Riesco; y La iluminación de Katzuo Nakamatzu
(2008) de Augusto Higa. Las peculiaridades de cada región y cada componente
socio-cultural inciden para que la óptica sea armoniosa y utópica (como la
leyenda del país de Jauja) en Rivera Martínez; afirmativa y reinvindicativa, en
Calvo (bajo la acción visionaria del ayahuasca); fracturada y con sentimiento
de culpabilidad ante los marginados, en Riesco; problematizadora de la “secta
garcilasista” que escamotea la marginación, el racismo y la explotación inicua
de la población ‘no occidental’, así como la resistencia y la rebelión secular
contra el Perú oficial, en Gutiérrez; y condenada a la tragedia y/o la
demencia, en Higa.
Entre
la visión de Gutiérrez y la de Higa, podríamos situar la que brinda Goldemberg:
el fracaso vital de Jacobo Lerner (así como el protagonista de Higa pretende
actuar totalmente como un japonés, Jacobo Lerner se empecina en ser un judío
fiel a sus tradiciones negándose a ‘aculturarse’) lo lleva a tener problemas
psiquiátricos (se siente poseído) y, por cierto, la locura se adueña de su hijo
Efraín.
La
postura racista de Jacobo Lerner, adversa al mestizaje, lo hace abandonar a su
hijo mestizo (aunque en su testamento le lega “una pequeña fortuna”, inútil si
sabemos que Efraín ha enloquecido), renunciando a ser el tronco (ya no es el
Jacob bíblico, padre de las tribus de Israel) de una estirpe judeo-peruana, racialmente
chola: “Quería casarse con una judía, tener varios hijos, vivir en la capital
rodeado de todas las comodidades que pudiera brindarle el dinero, frecuentar la
sinagoga con sus amigos, conmemorar en unión de su familia las fiestas
religiosas y asistir a la bar mitzva de
sus hijos. Este proyectado orden de cosas representaba para Jacobo Lerner una
firme apoyatura moral, imprescindible para sobrevivir en un país cuyas formas
de vida le resultaban sumamente extrañas” (p. 92). No importa que acumule una
“pequeña fortuna” regentando un prostíbulo, ya que el burdel es parte de la
ciudad de los gentiles. Jacobo, además, admira el encumbramiento de su hermano
Moisés (no importa que lo haya engañado y desfalcado para largarse a probar
fortuna en Lima) al frente de la “Unión Israelita”, elogiado como figura
ejemplar de la colectividad judía (véase las pp. 175-176 y 186-187).
¿Por
qué Jacobo nunca ha vivido de verdad, nunca ha poseído su existencia al “contado”
o con la suma “cancelada” del precio que le exige, sino que siempre ha vivido
“a plazos”? Aparte del juego irónico con la obsesión por la ganancia económica
de Jacobo y tantos miembros de la colectividad judía, el título de la novela
remite al modelo de la ‘novela de aprendizaje’, subrayado ello porque, en
alemán, ‘lerner’ significa ‘aprender’. El problema es que Jacobo arrastra
prejuicios que le impiden asumir las lecciones que su experiencia en el Perú le
ofrece. En lugar de ‘luchar con el ángel’ y subir la ‘escala de Jacob’ del gran
patriarca bíblico, vive con una ‘deuda’ contraída conforme al modelo siniestro
de culpabilidad del Judío Errante: “Jacobo pensó que había vivido todo ese
tiempo entregado indefenso a un enemigo todopoderoso que se ensañaba
persiguiéndolo sin tregua. Y ahora se veía acorralado por la muerte. Sabía que
iba a morir sin haber conocido a su hijo, sin siquiera abrigar la esperanza de
que su paso por la vida sería continuado por un heredero digno de él” (p. 42).
Aquí
conviene recordar la importancia que Goldemberg concede al magisterio de Franz
Kafka (el más grande escritor judío del siglo XX), en la citada entrevista a
Forgues. Emplea interrogaciones que calzan perfectamente con las tribulaciones
de Jacobo y Efraín: “¿Kafka? A simple vista su obra nada tiene que ver con el
judaísmo, pero lo cierto es que su mundo está enraizado en la literatura
folklórica judía y, especialmente, en el Talmud.
¿No son sus personajes siempre conscientes de un indefinido sentimiento de
culpa, forzados a moverse en un universo inseguro e incomprensible, personajes
fundamentalmente judíos? ¿No remedan casi todos sus personajes a Job? ¿No se
ven siempre enfrentados a una ley divina al mismo tiempo fascinante y terrible?
¿No parece ser ése el signo tradicional del judío en la diáspora?, ¿la soledad?,
¿la exclusión?” (Forgues, p. 310).
La
fusión entre lo histórico y lo mítico plasmada por Arguedas y Rulfo, exponentes
de la corriente del “realismo maravilloso”, encuentra una lúcida justificación
en la novela de Goldemberg: “En la vida de los pueblos el Mito es para la
historia lo que en los individuos el
inconsciente es para la conciencia o el sueño para la vigilia. En la cultura
judía y también en la peruana indígena, los mitos son parte de la Historia. (…)
el Mito adquiere significados para todas las épocas, entra en la corriente
histórica, no anula la validez de la historia”. Refiriéndose al Judío Errante,
distingue Goldemberg entre mito y prejuicio: “Como portador de catástrofes
responde a un concepto prejuiciado que el mundo cristiano ha alimentado a
través de los siglos con respecto a los judíos. Pero para el judaísmo simboliza
una cosa muy distinta: la supervivencia histórica del pueblo judío” (Forgues,
p. 311). Aunque Jacobo Lerner actúa marcado por el prejuicio del Judío Errante
(la primera frase de la novela lo muestra obsesionado con las catástrofes que
causará su muerte, todas sin sustento real), otros personajes como Edelman se
conectan con la visión judía y no con la leyenda prejuiciosa del Judío Errante.
Y es que en el conjunto de sus personajes la novela enfoca “la diáspora como
realidad histórica que ha generado sus propios mitos y que sigue recreando en
el tiempo un mito primigenio: el exilio judío. Entonces, al revivir la
experiencia de la diáspora en el Perú, se reactualiza este tiempo primordial
del exilio bíblico” (Forgues, p. 311).
Conviene
puntualizar, finalmente, el racismo del mestizaje propuesto por el Dr. José
Eugenio Miranda (un “renombrado intelectual peruano”): la mezcla racial entre
judíos e indios para engendrar “el tipo ideal del hombre del Ande, porque
entonces veríamos hermanadas la resistencia física, la reciedumbre andina, a la
agilidad mental judía y a su dinamismo” (p. 15). Goldemberg la rechaza porque
implica “la supuesta inferioridad del indio” y el fanatismo racista de “mejorar
la raza”; enfatiza: “Ninguna raza necesita de otra para mejorarse”.
Irónicamente hace que Efraín, fruto de esa unión entre un judío y una india,
acabe “sumido en la locura sin poder explicarse ninguno de sus dos mundos”. La
tragedia de Efraín no tiene causas raciales: “Efraín se deteriora mentalmente
no por razones congénitas de una u otra raza, sino por falta de amor y
comprensión, por los prejuicios sociales y religiosos a los que se ve expuesto”
(Forgues, p. 312).
Todos
los puntos que hemos abordado prueban la vigencia literaria y cultural de La vida de don Jacobo Lerner, cuatro
décadas después de su primera edición. Estamos ante la perenne lozanía de las obras
perdurables.
***Prólogo a la edición de homenaje de "La vida a plazos de don Jacobo Lerner". Disponible en todas las librerías de Lima.